Por si acaso las próximas líneas lo ponen en duda, nos adelantamos y dejamos claro que sí, este es un texto sobre Dead Space 2 y el posible remake al que da pie tanto la excelente puesta al día de la ambientación y el diseño que ha supuesto el remake de la primera entrega, elogiada de forma casi unánime por prensa y usuarios en los últimos días, como la presencia de un final alternativo que funciona como teaser poco disimulado para la historia que en su día narró (¿y volverá a narrar?) la secuela.

Pero antes de ahondar en ello, hablemos un momento de Resident Evil. El de GameCube, el que dirigió Shinji Mikami en persona para hacer que un juego ya suyo fuese todavía mejor. Un clásico destinado a aparecer siempre que lanzamientos como el del “nuevo” Dead Space reabren el debate sobre cuáles son los mejores remakes y por qué. Desde 2002 nunca ha dejado de pelear por una de las primeras posiciones. Ni siquiera desde que sus secuelas también fueron reimaginadas con más medios, y seguramente tampoco desde que Resident Evil 4 se sume a la lista en marzo. Y si bien no es por un solo motivo, esta imagen encapsula gran parte de su genialidad.


Un rodeo por la mansión Spencer
No solo porque muestra un pasillo nuevo, no presente en el original, que servía para sorprender a los veteranos y ofrecer más rutas para explorar y hacer backtracking a los novatos; también por el zombi, inerte desde que poníamos un pie en el área sin saber todavía qué puertas estaban abiertas y cuáles requerirían llaves que encontraríamos más tarde en otra punta de la mansión. La puerta del fondo, de hecho, llevaba a un pedestal con una de esas llaves, inaccesible al principio porque, sin una réplica que dejar en su sitio, quitarla activaría una trampa también de estreno en esa versión.

Pero lo importante para nosotros ahora no es la llave, es el zombi. Aparentemente muerto desde el inicio de la aventura, pero con una tez más roja que los demás. Esperando su oportunidad. Porque no era un zombi corriente, sino un Crimsom Head, segunda fase de la mutación que volvía a levantarse con más velocidad, agresividad y resistencia. Una pesadilla que solo podíamos evitar si un disparo reventaba sus cabezas o llevábamos una petaca con queroseno (recurso finito) y mechero para quemar los cadáveres. Aunque no el suyo: si lo intentábamos, se levantaba y atacaba. Por más previsores que fuésemos, a este siempre nos tendríamos que enfrentar.


Si no lo incordiábamos antes, volver con la réplica de la llave en el inventario lo reanimaba. El primero de ¿tres? ¿cinco? ¿diez? Dependía de nosotros. De los zombis que hubiésemos “matado”, pero no realmente. En la primera partida era una revelación angustiosa. Después de crear zonas de tránsito seguro gastando la preciada munición, el juego redoblaba el peligro: uno tras otro, los demás también empezaban a levantarse, forzándonos a reevaluar el mapa mental de la mansión. ¿Dónde habíamos dejado cadáveres? ¿Dónde habíamos tenido la suerte de reventar cabezas? ¿O de dejar un zombi tranquilo para ahorrar balas? Irónicamente, ahora era la ruta más segura.

A diferencia de los Hunters, elemento disruptivo que introducía el original (y respetaba el remake) en la segunda mitad para evitar el exceso de confort, los Crimson Head no eran una amenaza arbitraria, un sobresalto dejado a mano por el diseñador. Eran nuestros deslices persiguiéndonos de vuelta (la mutación se adelantaba vía documento), una consecuencia directa y orgánica de nuestras acciones. Apenas seis años separaron ambas versiones, y aunque la transformación más comentada siempre ha sido la visual, un fotorrealismo que aún logra convencer ahora, el “nuevo” Resident Evil también era más terrorífico por sus implicaciones jugables: de una forma no tan metafórica, en él éramos responsables de nuestros propios monstruos.


La USG Ishimura y la sensación de lugar
Mikami y sus colaboradores entendieron que la clave de Resident Evil (o de los Survival Horror más en general, que para algo acuñaron el término) no era simplemente emular con la mayor fidelidad posible la imaginería y los trucos del cine de terror dentro de un marco interactivo, donde el jugador manejaba a un avatar entre criaturas, gore y perros irrumpiendo a través de ventanas mientras los efectos de sonido y la música acentuaban escenas para que nadie pasase por alto que era momento de saltar en el asiento. Esto también tenía su sitio, por supuesto; pero el terror era más efectivo si además convertía en mecánicas las maquinaciones y paranoias del jugador.

De ahí el backtracking, el inventario limitado, las cintas para guardar, los Crimson Head. Y de ahí que el primer Resident Evil siga siendo uno de los Survival Horror por antonomasia dos décadas después. Un ideal estético y estructural para su propio nicho, el de la “mansión de los horrores”, que no necesita más revisiones aunque ahora Capcom vaya de remake y remake en un nuevo molde. Y de ahí, también, que Electronic Arts haya jugado al mismo juego con Dead Space. Survival Horror que no solo acaba de regresar con la mejor puesta en escena que el dinero puede comprar; también reivindicando a la USG Ishimura como la mansión Spencer del espacio.


En 2008, el primer Dead Space se presentó como un híbrido entre System Shock 2 y Resident Evil 4, mezcla tan aparente para fans de ambos juegos como abiertamente reconocida por sus creadores. Un cruce de influencias del que salió algo nuevo, quizá no siempre superior a sus antecesores, pero sí capaz de equilibrar posibles carencias con algo que ellos no tenían: de System Shock 2 simplificó la progresión, pero lo hizo a cambio de un combate más tenso y táctico gracias a los desmembramientos; mientras que igualar el ritmo y variedad de set pieces de Resident Evil 4 era complicado, pero no tanto hacer más hincapié en el horror y la sensación de lugar gracias a la Ishimura

Más que Isaac Clarke, en aquel entonces mudo, la nave era la verdadera protagonista. Un gigantesto vehículo minero varado en la nada, antaño capaz de redibujar superficies de planetas desde el espacio, pero ahora convertido en una tumba oscura, llena de rechinos, sistemas mal funcionantes y la putrefacción derivada de una plaga. Un prodigio de la ambientación que, al igual que Resident Evil en 2002, merecía más que un simple remaster. Quizá sin su director original de nuevo al frente, pero con un equipo entusiasta, dispuesto a estudiar y remodelar la Ishimura no solo con mejores gráficos, también nuevas zonas, puzles, eventos y otras alteraciones en el diseño.


Aunque a simple vista los casi quince años transcurridos entre versiones quizá no resulten en una diferencia tan dramática, Motive Studio, relevo de Visceral Games, ha demostrado conocer las fortalezas de Dead Space no solo en relación al resto del medio, también sus propias secuelas. Juegos con lecciones para aprender de forma retroactiva, como el mejor equilibrio entre armas y el vuelo libre en gravedad cero; pero a la retaguardia a la hora de plantear el desarrollo no como una sucesión de estancias, combates, puzles y scripts, sino como exploración de un lugar complejo y verosímil, que hiciese pensar más allá de los peligros y necesidades inmediatas.

La escala de la Ishimura (ya en 2008 mucho más grande que la mansión Spencer), unida a la mayor homogeneidad visual no da pie al mismo grado de familiaridad; pero la inclusión de nuevas ramificaciones, accesos directos entre plantas y cubiertas, la implementación de un sistema de autorizaciones con varios niveles de seguridad para incentivar backtracking opcional con zonas extra y la semi aleatoriedad de eventos hacen tanto o más por la temática de la demencia espacial que su propio argumento: cuando no te lleva de la mano de set piece en set piece, sino que te deja merodear en tus propios términos, es cuando la artificialidad del terror se empieza a difuminar.


Dead Space 2: entre la tensión y el espectáculo
Durante años, establecer comparaciones entre la relación de secuelas con más acción que su antecesor y la dupla de películas Alien y Aliens ha sido un cliché tan manido que se ha vuelto difícil no preguntarse si la referencia se hace por conocimiento real de dichas películas o porque la referencia en sí es la propia referencia. En el caso de Dead Space, además, pertenecer al subgénero del horror espacial lo hacía candidato por partida doble, aunque ahondar en ellos revela que el paralelismo tiene algunas fisuras. Como, por ejemplo, el hecho de que Dead Space 2 sí intentó ser un juego con terror más explícito que el original, incluso aunque no siempre fuese su prioridad.

La cuestión es que un juego de terror no solo funciona al nivel en el que funcionan las películas del terror. Iluminación, sonido, criaturas, sobresaltos… También depende de la gestión de los intervalos entre las partes más coreografiadas. Del tiempo y el lugar dedicado al jugador para ser eso, el que avanza el juego. Para anclarlo al mundo a través de su personaje. Para establecer las reglas y mecánicas que delimitan las condiciones de éxito y fracaso. Dónde termina el artificio de la secuencia interactiva y dónde empieza el miedo a las consecuencias de acciones que podríamos no haber tomado. Dónde están la sensación de espacio y nuestros simbólicos Crimson Head.


Como juego con temática de terror, es poco menos que incuestionable que Dead Space 2 supuso un paso adelante en varios frentes. Acortó la distancia con Resident Evil 4 ofreciendo más y mejor combate, más variedad de entornos y situaciones, e incluso algunos deja vú como oleadas de necromorfos para despachar desde una excavadora en marcha. Pero casi todo lo que fue mejorado, lo fue en los grandes momentos. En el espectáculo más intenso y ruidoso, en las instancias de reaccionar o morir. Fuese tomando la forma de arenas con bebés explosivos o bestias que embestían a cabezazos, fuese tomando la forma de simples Quick Time Events.

La escala teórica abarcó más, moviéndose desde una nave hacia toda una ciudad para darnos tiempo a pasar por varios bloques de apartamentos, un centro comercial o una catedral dedicada a un culto religioso relacionado con la plaga del juego anterior, además de otra buena ración de niveles industriales y salidas al espacio para aprovechar el entonces inédito vuelo libre en gravedad cero. Mediado el juego, incluso nos brindaba la oportunidad de cruzar de lado a lado en uno de los momentos más impactantes y recordados de la saga, descendiendo a toda velocidad y evitando escombros mientras apreciábamos el tamaño real de la estación espacial.


Pero la visión, espectacular como era, tenía bastante de espejismo. No solo porque lo renderizado frente a nosotros fuese un decorado, la fachada de una ciudad inexiste más allá de los bloques recorridos a pie; también porque en la práctica, el espacio para explorar era menor que en su antecesor. Dead Space 2 ni siquiera tenía mapa que desplegar en la interfaz diegética de Isaac, ausencia llamativa hasta que caíamos en que el desarrollo nos llevaba por el único camino posible, así que no hacía realmente falta y tenerlo solo habría evidenciado más el alcance del reajuste conceptual.

Lo que nos trae de vuelta a 2023, a un Dead Space remozado y la puerta hacia una posible revisión de la secuela. Nada seguro a día de hoy, pero es divertido especular sobre el dilema, sobre todo después de que Motive Studio haya mejorado de forma sustancial algo en lo que Dead Space 2 nunca destacó. Aun si merecidamente celebrado como uno de los mejores juegos de acción de su generación, y aun si capaz de crear momentos de terror efectivos, el juego fluía de nivel en nivel sin crear una sensación de lugar y coherencia espacial comparable a la Ishimura.


Por supuesto, hay un contraargumento fácil en la idea de que la intención de Dead Space 2 nunca fue la de replicar el original. Que se concibió como un juego más lineal y variado porque ser más lineal y variado proporcionaba ventajas evidentes en ritmo y accesibilidad. Y para muchos, gracias a ello fue la entrega superior. No todos quieren escudriñar mapas, o dedicar tiempo a volver hacia atrás por lugares ya recorridos, y quizá verían en un remaster fiel una opción preferible a convertirlo en algo diferente, que condicionase su desarrollo más en clave de montaña rusa. El remake reciente, después de todo, ha puesto la tilde sobre una i que ya estaba ahí.

Como juego con temática de terror, decíamos antes, Dead Space 2 avanzó en varios frentes; pero como juego de terror, cuesta decir lo mismo. Porque la temática comprende —y a veces se limita a— la estética; y mucha de la tensión en el primer Dead Space, al igual que mucha de la tensión en el primer Resident Evil, no surgió de ahí, sino del componente orgánico, de las transiciones que películas como Aliens o Alien convertirían en elipsis, omitirían para acercar las escenas más relevantes entre sí. En su cambio de prioridades, Dead Space 2 también intentó acercar más sus grandes secuencias; y como resultado, su horror, si bien grotesco y memorable, terminó siendo algo más distante y artificial. Más peliculero, si se permite la obvia licencia.


¿Existe la posibilidad de crear una nueva versión de Dead Space 2 que sea fiel al desarrollo general de 2011, pero a la vez también capaz de amoldar su estructura para encajar unos grados de exploración y tensión más cercanos a los del remake? ¿O debe, en cambio, ser lo que siempre fue, incluso si con ello cambió de forma perceptible la esencia de la saga y dio el primer —aunque no más grave— paso en el camino hacia su desaparición temporal? ¿Es mejor dejar las cosas como están, agradecer lo que ya tenemos y mirar hacia delante, hacia otras entregas o sagas?

Tampoco es que nos toque a nosotros decidirlo, así que en el fondo el dilema es otra de esas ilusiones sin repercusión real. Un pasatiempo que entretiene mientras dura, pero queda atrás cuando toca ocupar la mente con cosas que importan de verdad. Para los diseñadores de Motive Studio, si reciben el encargo, sí lo será concebir el juego, y entonces veremos en qué dirección van. Mientras tanto, lo único que podemos es desear que, si algún día el remake de Dead Space 2 se llega a materializar, lo haga siendo la mejor versión de aquello que el estudio ha decidido que debe ser.

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